
Esa geografía inaudita, que limita con las goteras del planeta, me deslumbraba antes de conocerla, pero al igual que los antiguos viajeros no visité Chile hasta después de haber recorrido buena parte de los caminos de mi vida. Atravesando Neruda conocí un Chile poblado por extraños americanos que adoraban la paz y el orden, resolvían sus disputas conversando y usaban ropas oscuras para pasar inadvertidos. Tan extravagantes estos chilenos, que un día alborotaron al mundo entero con el anuncio de que harían una revolución pacífica.
Al frente de esta quimera estaba un médico forense, que iba al combate vestido de lord inglés y contaba en sus discursos poemas entrañables sin proponérselo. A Allende no lo conocí en persona. Por entonces el mundo me quedaba muy lejos y la buena suerte no quiso que nos encontráramos en lugares comunes. Sin embargo viví en su pellejo sus sueños de constructor de utopías, admiré su vocación al martirologio como acto de sublime valentía personal y comprendí que toda la sana terquedad sembrada en la tierra chilena fructificó durante unos años en el acto terrible de tener que escoger entre la vida y la muerta para defender las ideas. La muerte nos llega a todos, pero lo extraordinario es imponerse a su libre albedrío y solo llamarla cuando haga falta para honrar la vida misma (…).”
Gabriel García Márquez, Prologo a “Las Armas de Ayer” de Max Marambio (2009), Editorial Debate, Buenos Aires.
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