“En un mapa colocado a la manera que nos enseñaron los europeos Chiles es el fin del mundo. Y de cierta forma es verdad, porque Chile ha estado siempre al final del camino, tanto de los primeros pobladores, venidos desde el Norte en caminatas milenarias, como de los conquistadores españoles, que necesitaron llegar hasta allí para convencerse de que se les había acabado el Nuevo Mundo. Solo los aventureros más tercos llegaron hasta Chile, y llegaron para quedarse, porque se dieron cuenta que el regreso no valía la pena. Para desmentir que en Chile morían todos los mitos, los chilenos tuvieron que inventarse sus poetas y tantos fueron y tan gloriosos que les sobraron para regalarle al resto del mundo.
Esa geografía inaudita, que limita con las goteras del planeta, me deslumbraba antes de conocerla, pero al igual que los antiguos viajeros no visité Chile hasta después de haber recorrido buena parte de los caminos de mi vida. Atravesando Neruda conocí un Chile poblado por extraños americanos que adoraban la paz y el orden, resolvían sus disputas conversando y usaban ropas oscuras para pasar inadvertidos. Tan extravagantes estos chilenos, que un día alborotaron al mundo entero con el anuncio de que harían una revolución pacífica.
Al frente de esta quimera estaba un médico forense, que iba al combate vestido de lord inglés y contaba en sus discursos poemas entrañables sin proponérselo. A Allende no lo conocí en persona. Por entonces el mundo me quedaba muy lejos y la buena suerte no quiso que nos encontráramos en lugares comunes. Sin embargo viví en su pellejo sus sueños de constructor de utopías, admiré su vocación al martirologio como acto de sublime valentía personal y comprendí que toda la sana terquedad sembrada en la tierra chilena fructificó durante unos años en el acto terrible de tener que escoger entre la vida y la muerta para defender las ideas. La muerte nos llega a todos, pero lo extraordinario es imponerse a su libre albedrío y solo llamarla cuando haga falta para honrar la vida misma (…).”
Gabriel García Márquez, Prologo a “Las Armas de Ayer” de Max Marambio (2009), Editorial Debate, Buenos Aires.
Esa geografía inaudita, que limita con las goteras del planeta, me deslumbraba antes de conocerla, pero al igual que los antiguos viajeros no visité Chile hasta después de haber recorrido buena parte de los caminos de mi vida. Atravesando Neruda conocí un Chile poblado por extraños americanos que adoraban la paz y el orden, resolvían sus disputas conversando y usaban ropas oscuras para pasar inadvertidos. Tan extravagantes estos chilenos, que un día alborotaron al mundo entero con el anuncio de que harían una revolución pacífica.
Al frente de esta quimera estaba un médico forense, que iba al combate vestido de lord inglés y contaba en sus discursos poemas entrañables sin proponérselo. A Allende no lo conocí en persona. Por entonces el mundo me quedaba muy lejos y la buena suerte no quiso que nos encontráramos en lugares comunes. Sin embargo viví en su pellejo sus sueños de constructor de utopías, admiré su vocación al martirologio como acto de sublime valentía personal y comprendí que toda la sana terquedad sembrada en la tierra chilena fructificó durante unos años en el acto terrible de tener que escoger entre la vida y la muerta para defender las ideas. La muerte nos llega a todos, pero lo extraordinario es imponerse a su libre albedrío y solo llamarla cuando haga falta para honrar la vida misma (…).”
Gabriel García Márquez, Prologo a “Las Armas de Ayer” de Max Marambio (2009), Editorial Debate, Buenos Aires.
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